Publicado en Bitácora, suplemento del diario La República (Montevideo)
Decía Zum Felde que políticos somos todos por el simple hecho de vivir en una sociedad organizada políticamente. Y agregaba que los regímenes de libertad o despotismo, la anarquía, las revoluciones, las crisis financieras, las leyes, las reglamentaciones, todo lo que es en realidad política, afecta a nuestra vida personal, sea nuestra actitud activa o pasiva.
Aclaro que traigo a colación al profesor Felde porque está libre de cualquier sospecha de extremismo. Justamente escribe estas reflexiones en un texto de crítica a la visión marxista de la cultura. Pero es interesante la descalificación del apoliticismo por parte de un conservador ilustrado.
Imaginemos al escritor frente a la hoja en blanco. Nos va a contar una historia de amor, un viaje, un crimen. Va a ficcionar sobre un hecho que imaginó o quizá leyó en un diario o alguien le contó. En ese relato nos dará su opinión personal sobre el amor, el viaje o el crimen. ¿Y no es la posición política de cada uno su visión de la realidad? Incluso esos autores inmersos en temas aparentemente alejados del quehacer político, del mundo real, están politizados. No existe creador sin teoría. La absurda pretensión de empezar de cero, la ingenuidad y la inocencia creativas, el elegir el cielo y las estrellas como refugio, constituyen un posicionamiento claro ante el arte y la historia.
Pero no quisiera quedarme enredado en la lucha del escritor consigo mismo, asunto apasionante aunque de escaso interés. La imagen del escritor encerrado en su torre de cristal, atormentado por verdades rebeladas por su inspiración, divina o personal, se está apolillando. «La literatura no es una esencia, es un efecto«, nos dice Piglia con autoridad y acierto.
Arranqué por ese camino tratando de situar el tema y porque hay, y hubo, algunos autores jóvenes que confunden la política con los trapicheos de los políticos profesionales y a partir de ahí se vuelven apolíticos. Yo no mezclaría los cambios, las transformaciones, las revoluciones, la verdadera política, con las internas del Partido Colorado.
Mi interés real es sacar al escritor y a la escritura a la calle, al campo, a los lugares donde nace la literatura. ¿Qué encontrará ahí afuera? Que la mitad de la humanidad vive en la pobreza, más de un tercio en la miseria, 800 millones de personas sufren desnutrición, alrededor de mil millones son analfabetos, 1500 millones no disponen de agua potable, 2000 millones no disponen de electricidad, los robos y asesinatos son constantes y la amenaza de guerra una posibilidad siempre latente y cercana.
Esta situación de extrema gravedad, casi de tragedia, se viene gestando desde hace muchísimos años. ¿Qué tiene que ver el escritor con todo esto? Poco y mucho. Retrocedamos a los años sesenta. El escritor no estaba comprometido con la política inmediata y podía pensar en cambios estructurales. Además, participaba de una cultura relacionada con la subversión. Los conceptos de defensa de las minorías, de libertad sexual, de reivindicación de la mujer, de dignificación del «perdedor», la crítica a la familia como institución, formaban parte del universo de su obra. Y por si fuera poco, tomaba parte activa en los movimientos sociales. El poder no iba a aguantar impasible ese atentado contra sus valores y tradiciones, esa cultura que exaltaba su destrucción. Quisiera aclarar que cuando hablo de poder no me refiero al gobierno y los parlamentarios. Craso error cometemos cuando llamamos la toma de posesión de un presidente llegada al poder. En términos concretos, ese funcionario sólo llega al apartamento de servicio. El verdadero poder son las multinacionales, el capital financiero internacional, los bancos y las oligarquías locales. Como ese poder no se anda con chiquitas, su respuesta práctica a la pretensión de cambios fue terrible. La conocemos bien y no creo necesario abundar en detalles.
Destruido el enemigo quedaba la labor de convencer a los sobrevivientes de la brillantez de su futuro dentro del sistema. Para ello era fundamental un discurso. Al no tener solución a los problemas concretos, ese discurso se llenó de justificaciones y falsas promesas, se volvió una pura ficción. ¿Cuántas ficciones nos han vendido desde entonces? La del progreso, la del desarrollo sostenido, la de la tercera vía y el fin de la historia, la de la democracia. ¿Y cuántas en el Uruguay, además de las citadas? La de la solución en cinco años, la de la inversión extranjera, la de la competitividad, la del gobierno fuerte y moral. Como cualquiera puede adivinar, esas ficciones no surgieron de la pluma de los ejecutivos del poder ni fueron diseminadas por ellos. Políticos, escritores, intelectuales y medios de comunicación se encargaron de la tarea. Saltemos a los ochenta y noventa. El escritor, el intelectual, el creador, abandona la tradición de los vencidos y se pasa a la de los vencedores aceptando su prédica. ¿Qué nos dicen los políticos en esos años? Que no hay soluciones mágicas a los problemas. Eso quiere decir que no hay soluciones, y como no las hay nos aconsejan sobre lo que no se puede ni debe hacer si se quiere tener futuro: aumentar salarios y gastos sociales, interferir en las ganancias de los bancos, financieras y compañías extranjeras, dejar de pagar la deuda externa, tener una política distinta a la diseñada por el FMI. Es la llamada política de los real o lo posible, que en concreto es de lo imposible, porque lo posible es nada.
El escritor no es de piedra. Necesita vender sus obras, comer, tener esperanzas. Vive de la palabra y el poder, cual sirena, lo cerca con las más bellas. ¡Qué bonita es la palabra progreso! Y competitividad, ¡ni veas! ¿Y democracia? ¿Hay una palabra más linda que democracia? Por si fuera poco, nadie le impide usarlas, llevarlas a la radio, a la televisión, a los diarios. La única condición es olvidar aquellos sueños locos de transformaciones, de revolución. El escritor, pasado por el tamiz, ha terminado hablándonos con el cuidado y el cálculo de los políticos profesionales, se ha puesto en su lugar, los entiende. Él también ha comprendido la política de lo posible. Sin embargo. dentro de este panorama tan desolador, tenemos algunos indicios optimistas. Uno de ellos parte de una contradicción que asombra a los europeos. Argentina vive uno de los peores momentos sociales y económicos de su historia y su cine y literatura, por el contrario, uno de los mejores. Uno de sus escritores, Juan José Saer, da una explicación interesante: «Hay en la Argentina una gran efervescencia cultural, comparable con el grado de excitación sexual que suele haber en los velorios. Se dice que la muerte exacerba la sexualidad por instinto de conservación, lo que hace que cuando uno de los miembros ha desaparecido la gente se preocupe por producir otro. La cultura no es una válvula de escape sino una tabla de salvación, aferrarse a algo para que la sociedad se reproduzca. A lo largo de la historia siempre ha habido mucha creación artística en tiempos de crisis». Por eso, tampoco exageremos. No todos los intelectuales y creadores se han cambiado de caballo en medio de la carrera y tampoco los que se cambiaron actuaron de mala fe, algunos se creyeron el discurso del sistema y muchos se dejaron llevar por el instinto de supervivencia. Al final, en Uruguay todos perdimos. Tenemos un 20% de gente en el extranjero y la emigración es imparable. La economía está en bancarrota y el aparato productivo destruido. La salida va a ser difícil, pero nada es imposible. Personalmente, creo que hay errores imperdonables. El poder puede encarcelarnos, golpearnos, amenazarnos, incluso eliminarnos, pero no debemos permitirle que nos engañe con su discurso, con palabras, justamente a nosotros que hacemos orgullos personal de su dominio. El progreso en un país se convierte en un ejercicio inútil cuando es para unos pocos, la minoría acomodada. Democracia no es limitarse a votar cada cuatro años a un inútil para que nos hunda. «La competitividad es cuestión de mercados» decía Adam Smith, uno de los teóricos del capitalismo. Eso quiere decir que por mejor que fabriques un producto, por más competitivo que seas, si no tienes comprador estás frito. Tampoco deberíamos seguir creyendo en esa falsa esperanza de la ayuda exterior. En Uruguay se confía mucho en Europa. Es una confianza sin fundamentos, porque una gran parte de los presupuestos de ese continente la pagamos nosotros con nuestra pobreza. «Nada debemos esperar sino de nosotros mismos«, decía alguien a quien conocemos todos.
Creo que necesitamos, tanto los que se fueron como los que se quedaron, discutir, intercambiar ideas, aprender de nuestras experiencias personales de los últimos treinta años. En ese pasado, que cada uno cuenta a su manera, están las claves de nuestras desgracias y nuestras derrotas. Ojalá no le terminemos teniendo miedo a las palabras.