La casa que escribe

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Federico Nogara

Hace unos años, un escritor español de paso por América Latina, escribía en el periódico del que era colaborador, que Uruguay e Irlanda eran los países del mundo con mayor número de escritores por kilómetro cuadrado. No se equivocaba. Ambos países, escasos de población, destacaron siempre, no sólo por la cantidad, sino, especialmente, por la calidad de su literatura.

Irlanda nos ha dado a Joyce, un vanguardista que rompió con el realismo imperante hasta entonces, a Oscar Wilde, cuyas frases aún resuenan; a Samuel Becket, con Esperando a Godot, una de las obras de teatro más representadas de la historia; a Bernard Shaw, recordado por su aporte al mundo intelectual y su obra Pigmalion, llevada al cine, y a Jonathan Swift y Briam Stoker, creadores de los inmortales personajes  Gulliver y Drácula. Y podríamos citar muchos más, pero la lista sería demasiado extensa.

Uruguay no le va en zaga. En la época en que los intelectuales dominaban el mundo cultural -antes de la televisión e internet-, en el ámbito latinoamericano a Martí y Sarmiento se sumó José Enrique Rodó, escritor, filósofo, pensador. No menos importante fue Vaz Ferreira, quien hace cerca de un siglo adelantó la idea de la educación en los parques con la que hoy Finlandia asombra al mundo occidental. Los cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, todavía hoy son leídos en las escuelas de España, y Delmira Agustini sacudió al Modernismo y a Rubén Darío con una visión adelantada a su tiempo. Agreguemos a Juana de Ibarbourou, conocida como la novia de América, a Marosa Di Giorgio, la extravagante, a Idea Vilariño, poeta y gestora cultural y a Ida Vitale, la premiada. Y estoy siendo injusto, porque dejo a muchas en el camino. Digo muchas porque la poesía en Uruguay ha sido cosa de mujeres, con algunos aportes masculinos, que siempre han sido los más destacados.

Durante los años setenta dominaron el mundo cultural latinoamericano Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama, con excelentes ensayos y sonadas polémicas. Nos quedan todavía Benedetti y Galeano, y Onetti, cuya obra se estudia en las universidades europeas.

Conste que dejo en el tintero decenas de ejemplos.

La pregunta surge espontánea: ¿Cuál es la razón de tal variedad y profundidad?

En una entrevista de 2001, Goytisolo opinaba; «España tiene una cultura escasa y superficial porque es víctima de su discontinuidad histórica».

Uruguay no ha tenido hasta los últimos años, tal discontinuidad, pero sí una historia curiosa. Nace como república independiente en una conferencia de paz en la que los ingleses llevaban la voz cantante. De ahí su fama de país inventado, de Estado tapón. En 1886, los comerciantes, hacendados y ganaderos, hartos de conflictos armados, ponen como presidente del país al general Latorre. Este militar mesiánico, un bonapartista, dejó la cultura en manos de José Pedro Varela, que abogaba por una educación pública, obligatoria, laica y gratuita. Luego vendría el gobierno de Batlle y Ordóñez, la enorme oleada de inmigrantes, entre ellos socialistas, comunistas, anarquistas, judíos perseguidos, escritores, intelectuales, sindicalistas y en los años treinta y cuarenta el apoyo casi general a la causa republicana española.

Queda en evidencia que había temas de sobra para lanzarse a escribir.

Emir Rodríguez Monegal nos dice: «Caudillos locales, oligarquías reaccionarias, una Iglesia retrógrada y el imperialismo indisimulable de las naciones americanas más poderosas (Argentina en el sur, por ejemplo), habrían de demostrar que los sueños utópicos de los próceres se traducirían en un siglo de guerras civiles, anarquía y hasta conflictos internacionales. La acción de dos potencias imperiales (Inglaterra y Francia) que trataron de aprovechar el descalabro español y la emergencia del poder imperial de USA confirmarían esa realidad caótica que es la historia hispanoamericana del siglo XIX. En este contexto la literatura sólo podía ser política».

La historia de Uruguay se volvió discontinua después del golpe militar de 1973. El posmodernismo entró con fuerza en el país de la mano de la cultura de masas, trayendo consigo el hedonismo y el nihilismo.

La tarea de reconstrucción en estas condiciones se hace inmensa.

Un personaje de Ricardo piglia dice: «La historia es el único lugar donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de despertar». A raíz de la frase opina el autor: «Mi personaje es un pensador inactual, está a contramano del nihilismo deliberado que circula actualmente. En estos tiempos está de moda ser escéptico y desconfiar de la historia. Pero en momentos así, en que parece que nada cambia, que todo está clausurado y la pesadilla del presente se antoja eterna, la historia prueba que hubo otras situaciones similares, clausuradas, en las que se terminó encontrando una salida. Los restos del futuro están en el pasado, el fluir de la historia gasta las piedras más firmes».

Porque la Casa cree en ello, ha convocado este premio.