Borges como oxímoron

Federico Nogara

El acercamiento a Borges, para un adolescente de los años 60 de una familia de izquierda, era bastante complicado, sobre todo por aquello de las desviaciones burguesas. Había grupos políticos que «prohibían» la lectura de ciertos autores y otros a los que sólo les importaba la cultura si reforzaba su discurso. Y la cosa, con el tiempo, fue a peor. Llegó un momento en que pasearse con un libro de ciertos escritores era «quemarse». Por esa razón  llegué muy tarde a Borges, al verdadero Borges, al que se mostraba en sus escritos, al escritor. Y cuando lo leí con fe, como aconsejaba Faulkner que debía leerse a Joyce, me sorprendí bastante: no encontraba en sus relatos breves (nunca escribió novela), incluso en sus ensayos, al reaccionario de sus declaraciones públicas sino, incluso, a un «progresista».

Voy a poner tres ejemplos de lo que digo y que cito en el libro. El primero es el ensayo «El escritor argentino y su tradición«, donde Borges separa las diversas literaturas del mundo en centrales y periféricas. Realmente curioso, un escritor de derechas hablando de la centralidad y la periferia. En ese mismo texto reclama la universalidad como meta y lugar de la literatura argentina y latinoamericana. Y lo hace justo en un momento que en Europa se acepta la literatura latinoamericana sólo por lo que tiene de latinoamericana, por su exotismo, dejando de lado a «los europeístas», aquellos que hacen una literatura cercana a la europea.

El segundo es El quijote según Pierre Menard. Este autor escibe el Quijote de nuevo siglos después. ¿Cómo? Igual, punto por punto y coma por coma. Sin embargo, ya escrito, el libro es diferente porque la sociedad ha cambiado. La explicación del fenómeno, brillante en el relato, nos acerca a la filosofía de Hegel, a la dialéctica: una cosa es ella misma y no es ella, porque en realidad toda cosa cambia y se transforma ella misma en otra. Esa es la superación de la lógica clásica y el establecimiento de la dialéctica. Otra aportación curiosa en un defensor de un sistema basado en el positivismo.

El tercero es El Sur. Al final del cuento, el protagonista, Dahlman, descendiente de alemanes, comprende que en el sur -que ya es suyo- hay que luchar. El Che decía que el latinoamericano vive cuando lucha. Otra extraña coincidencia.

Por esa razón uso el oxímoron del título aplicado a él y a su obra. Recuerdo que el oxímoron es la combinación, en una misma estructura sintáctica, de dos expresiones o palabras de significado opuesto.

La contadicción entre literatura y opinión no sólo existe en Borges. La ideología de un texto, dice Monegal, agregando que eso ya lo sabían Marx y Engels, no coincide necesariamente siempre con las manifestaciones públicas de su autor. Eso queda claro en multitud de autores.

Pero no solamente entre autores podemos contactar el oxímoron, sino en la sociedad misma. Por un lado tenemos la democracia basada en los tres poderes: Ejecutivo, Legislativo, Judicial. Una estructura horizontal. Las leyes son iguales para todos, todos somos iguales ante la justicia, una persona un voto, quienes nos representan son la voz de todos, el ciudadano es el dueño del Estado. Pero esa estructura está financiada o es dominada por un sistema económico vertical en que no todos somos iguales: hay ricos, menos ricos, clases medias acomodadas y bajas, y unas clases populares mayoritarias que van desde la subsistencia hasta la miseria pasando por la pobreza y la marginalidad.

No saco conclusiones, lo dejo ahí y voy al plano cultural

Piglia cita en Crítica y ficción a  Paul Valéry, el poeta francés, que decía: «La era del orden es el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden con la sola represión de los cuerpos sobre los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias». Gramsci abundaría en el razonamiento de Valéry en lo que llamó el bloque hegemónico. «El poder de las clases dominantes sobre las clases sometidas no está dado sólo por el control de los aparatos represivos del Estado. Si así fuera, dicho poder sería fácil de derrocar, bastaría con oponerle una fuerza armada equivalente o superior. El poder está basado fundamentalmente en la hegemonía cultural que las clases dominantes ejercen a través de la educación, las instituciones religiosas y los medios de comunicación. Es a través de estos medios que las clases dominantes educan a los dominados para que vivan su sometimiento como algo natural, incluso conveniente».

Valéry nos habla de la sociedad del orden. Es muy interesante recordar que la bandera brasileña tiene una frase: Orden y Progreso. Es, curiosamente, la divisa de Comte, considerado el padre del Positivismo, base filosófica del Capitalismo y del Imperialismo europeo. Comte consideraba que la razón y la ciencia eran las únicas herramientas que permitirían instaurar el orden social y se oponía a las ideas de Rousseau y Voltaire a quienes acusaba de generar utopías irresponsables incapaces de generar ese orden social (estamos hablando de la Francia post revolucionaria de principios del siglo XIX).

A Comte deberíamos agregar a Stuart Mill y su idea del utilitarismo y a Renan, que aportó el patriotismo, el antisemitismo, el anti islamismo y la idea de que los negros africanos y los indígenas americanos pertenecen a razas inferiores.

Los tres forman parte del cuerpo filosófico del capitalismo, de su esencia.

El razonamiento de Valéry sobre la necesidad de usar fuerzas ficticias para mantener el orden rompe con uno de los razonamientos más típicos de la nueva izquierda, aquel que sostiene que la utopía pertenece a las fuerzas que intentan un cambio, porque quienes están conformes en esta sociedad son prácticos. Si tenemos en cuenta que la utopía surge de introducir una ficción en la realidad, concluímos de inmediato, como bien señala Piglia, que hay una voz pública, un movimiento social del relato centralizado por el Estado. El Estado narra, el Estado ficciona, el capitalismo también ha sido (y todavía es) utópico.

Dentro de esta lucha de discursos, de ficciones, podemos encontrar algunos datos interesantes y esclarecedores. A principios y mediados del siglo XX la mayoría de los escritores eran outsiders. Reivindicaban a la mujer, a la libertad sexual, al perdedor, a las minorías raciales y ponían en duda la familia, las instituciones, la religión, el poder, hasta la vida misma.

Martha Gellhorn, periodista, corresponsal de guerra, activista escribía desde España a Eleonor Roosevelt, la mujer del presidente en 1938: «Este país es demasiado bello como para que los fascistas lo hagan suyo. Ya han convertido Alemania, Italia y Austria en algo tan repugnante que incluso el paisaje es feo. Cuando conduzco por las carreteras de aquí y veo las montañas de piedra y los campos áridos a ambos lados, los pueblos del color de la tierra y los lechos de grava de los ríos, la cara de sus agricultores, pienso: ¡hay que salvar España para la gente decente, es demasiado hermosa como para desperdiciarla!»

Por esos años, en un Congreso de escritores contra la política exterior de EEUU celebrado en Nueva York dirá:  “Un escritor debe ser ahora un hombre de acción… Un hombre que haya dedicado un año de su vida a las huelgas del acero, o que haya estado un año en el desempleo, o que haya sufrido los problemas del prejuicio racial, no ha perdido o desperdiciado su tiempo. Es un hombre que ha llegado a conocer cuál es su sitio. Si has sobrevivido a eso, lo que tendrás que decir luego no será otra cosa que la verdad, lo necesario y real, y por eso será duradero”.

Piglia resume la idea: «Como se sabe, Joyce y Lenin andaban por las mismas calles de Zurich. El artista y el revolucionario se unen en su desprecio al mundo burgués y la imagen del poeta como un conspirador que vive en territorio enemigo es el punto de partida de la vanguardia desde Baudelaire. La conciencia artística y la conciencia revolucionaria se identifican por su negatividad, por su rechazo del realismo y del sentido común liberal, por el carácter anticapitalista de su práctica. Rimbaud en las barricadas de la Comuna: allí se sintetiza el imaginario de la vanguardia».

Derrotados los movimientos de liberación del tercer mundo y acorralada la izquierda europea por los tiempos de bonanza, que parecían interminables, la situación cambia. El intelectual, antes vocero de la tribu, es sustituido por la televisión. Y allí se produce la verdadera contrarrevolución que ya se venía gestando y que culmina en la cultura de masas (Passolini ya hablaba de ella). Esta cultura de masas es la combinación de la televisión, las grandes radios, los periódicos principales y las grandes editoriales, que tienen los mismos dueños, en general grupos mediáticos casi siempre multinacionales o dueños millonarios.

El escritor queda entonces encerrado en una dicotomía: o se pliega a esos grupos, a la cultura de masas, y lo más importante, a su discurso, o pasa a formar parte de las pequeñas islas de resistencia. Ya la tarea del escritor no es lidiar con el fracaso, como en los tiempos de Poe, sino con el éxito. Y el éxito no está en el proceso de creación, sino en la venta de esa mercancía en que se ha convertido el libro. Porque la cultura de masas no es algo maligno o conspirativo, es, simplemente, un negocio. La cultura puesta al servicio del utilitarismo.

Hace unos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura en la Universidad de Manchester, opinaba que “por vez primera en dos siglos, no hay ningún poeta, dramaturgo o novelista británico eminente dispuesto a cuestionar los fundamentos del modo de vida occidental”.

Y no dejo de responsabilizar a la izquierda de esta situación. Y muchos opinan, y opinarán, que usar las denominaciones derecha e izquierda hoy día no tiene sentido. Dándoles la razón, apuntaría que el término derecha sí tiene sentido, porque cuando lo usamos todo el mundo sabe de qué y de quiénes estamos hablando. El que perdió sentido, y cada vez lo pierde más, es el término izquierda. Varios filósofos de diferentes países plantean hoy día que la izquierda, al no tener su propio campo, retoza en el de la derecha. Y en el tema cultural es evidente.

La tremenda crisis cultural a la que estamos abocados, no es culpa exclusiva del neoliberalismo o de las maniobras de la derecha, como se acostumbra decir. Es algo que también los opositores a los nombrados se han ganado a pulso. Desde hace más de cincuenta años está eso que llamamos izquierda en lucha contra la cultura burguesa. ¿Cuántos artistas han sido calificados como pequeño burgueses y puestos al margen, incluso llevados a juicio? ¿Cuántos, al criticar a gobiernos progresistas, han sido maltratados o ignorados? ¿Cuántas organizaciones de izquierda han tratado de convertir la cultura en rehén de su discurso político? ¿Por qué se ha utilizado, desde la izquierda y como en el caso de Borges, una consideración moral, religiosa, de buenos y malos, para encarar una obra en lugar de tratarla  simplemente como lo que es, una obra literaria? ¿Y por qué si se hace eso, entrar en la consideración moral, no se aplica el mismo rasero para todos los autores?

Las preguntas se podrían seguir amontonando.

Federico Nogara