Una jornada particular

A Eduardo Pons Prades, a quien

    tuve la suerte de conocer

 

 

Hace ahora muchos años, el editor José Membrive (Ediciones Carena) se decidió a publicar un libro sobre Camilo José Cela escrito por quien fuera uno de sus secretarios. Debo aclarar que Membrive no sólo ha editado libros durante más de treinta años (algunos de calidad excelsa), sino que ha estado comprometido con la cultura de diversas formas.

Luego de tener ese libro en sus manos, comenzó a plantearse los nombres de los integrantes de la mesa de presentación, a realizarse en el FNAC de la Avenida Diagonal de Barcelona. Por aquel entonces su editorial había publicado la última edición del conocido Mujeres para la historia de Antonina Rodrigo. La conexión entre Cela y Eduardo Pons Prades, compañero de Antonina, ambos fundadores de la Editorial Alfaguara, hizo lógica la participación de este último en el acto.

Llegado el momento, todo transcurrió de manera normal en una sala abarrotada de gente, hasta que, de forma inadvertida, la situación comenzó a torcerse. Quizá fueron los elogios desmedidos del secretario a su jefe, los aplausos estridentes, casi ovaciones, las cabezadas de satisfacción del editor, o el ambiente general de siesta dada la hora temprana de la tarde. Lo cierto es que cuando le tocó el turno a Eduardo, puso en escena al peor Cela, un hombre al servicio de las clases acomodadas, franquista, mal educado, interesado por el dinero, zafio.

Para el ciudadano común español -presencia mayoritaria en la sala repleta-, que a esas alturas (principios de siglo) ya comenzaba a ser educado dentro de la cultura de masas y por lo tanto se iba acostumbrando a las semblanzas de escritores en las que la buena imagen es parte fundamental de la conformación de un producto literario cuyo objetivo es la venta, aquello cayó como una bomba. Hubo protestas y abucheos. Una señora se levantó, gritó la genialidad de Cela y sin esperar respuesta se fue a la carrera. Varios señores, de pie, pedían la palabra.

Yo había concurrido con varios asiduos a unas tertulias que se desarrollaron primero en el barrio del Raval y luego en el bar Nostromo, en las que Eduardo había participado en varias ocasiones. Quizá fuimos los únicos, o los pocos, que aplaudimos.

Aquello terminó siendo un aquelarre que los esfuerzos del editor no lograban apaciguar. Unos querían hablar, otros protestaban, los más se iban. Pedí la palabra para exigir cordura y defender una presentación de libro polémica que por eso me parecía brillante. Mi acento uruguayo sólo consiguió echar más leña al fuego. Un anarquista desaforado defendido por un sudamericano que debía ser igual o peor que él, hasta ahí podíamos llegar. Varias personas me increparon diciendo que un recién llegado poco podía saber sobre cultura hispánica. En ese momento tomó la palabra el autor del libro, a quien todos habíamos olvidado, enfrascados como estábamos en otras cosas. El hombre sostuvo, en tono desconsolado, que las discusiones estaban muy bien, pero que él sólo había pretendido presentar el libro para hacer un poco de publicidad del mismo y tratar de venderlo y la participación de Eduardo Pons había desatado el efecto contrario. Sus palabras despertaron la compasión general, consiguieron la calma y abrieron la posibilidad de intervención a Membrive, que cerró el acto haciendo un sentido panegírico a la libertad de expresión y la tolerancia.

La concurrencia comenzó a retirarse, el escritor a firmar ejemplares, alrededor del editor se formó el clásico corro, colofón de cualquier acto, y Eduardo quedó solo a un costado. Nosotros corrimos a hacerle compañía. Personalmente, pensaba que estaría compungido, quizás arrepentido. Por eso mis primeras palabras fueron de  consuelo. Él me miró sorprendido y me dijo: “Pero si yo quería que hubiera polémica, intercambio, a eso vine”. Acto seguido sonrió. Entonces comprendí. Estaba ante alguien que había estado cara a cara con la muerte durante toda su vida, que había sufrido torturas y prisión, que había vivido despidiendo a sus compañeros, a sus amigos, y había discutido en asambleas interminables sobre cuestiones vitales como combates, armas y subsistencia. Ese alguien debía necesariamente tener una visión de la vida diferente a la de la mayoría de los asistentes a la presentación del libro. Porque él vivía en otra parte, esa a la que sólo una minoría puede llegar.