Publicado en la revista Cine Cubano (La Habana)
En “The last movie show” (La última película) (1971), de Peter Bogdanovich, los jóvenes protagonistas entretienen su hastío en el pequeño pueblo tejano donde han nacido. Estamos en los 50, entre la Segunda Guerra Mundial y la de Corea, un tiempo en el que el cine, principal entretenimiento en los lugares perdidos del planeta, comienza a decaer ante el advenimiento de la televisión. El cierre de la sala de proyección simboliza el cambio social y es un golpe psicológico para esos muchachos cuyo paso de la adolescencia a la edad adulta viene cargado de soledad, de desesperanza, de fracaso, de desconfianza en el dudoso porvenir, y cuya única posibilidad de escape es labrarse un futuro en las grandes ciudades. No es casual que Bogdanovich haya elegido como última película un film del Oeste, género que en la época de filmación, principios de los 70, también entraba en un proceso de decadencia y su única esperanza era la transformación planteada por los nuevos realizadores.
El western nació a principios de siglo con “The great train robbery” (1903), pero no alcanzó su verdadera personalidad hasta 1939, fecha en que John Ford presenta “Stagecoach” (La diligencia), que funda y resume las que serían las convenciones y recursos narrativos del género. El héroe de las películas de cowboys es un ser solitario y desinteresado, sin raíces en la sociedad y defensor del bien, entendido éste casi como una abstracción, como un bando que se elige voluntariamente. Los malos, por el contrario, andan en grupo, forman bandas o tribus con la intención de robar bancos, trenes, ranchos, o atacar a los indefensos colonos. Entre esos caracteres extremos –que refleja el micromundo de la diligencia- hay mujeres que han dado el mal paso, buenas señoras casadas con pequeños rancheros abnegados que darán hijos a la patria, borrachines de buen corazón golpeados por la vida pero capaces de redimirse, individuos codiciosos que se pierden por dinero y, acompañando al héroe -aunque a veces no se comprendan con éste-, militares dispuestos al sacrificio de unificar el territorio luchando a brazo partido contra el indio salvaje. Ford hizo de esta lucha una gesta y del cuerpo capaz de moverse en terreno tan escarpado, la caballería, un mito. Su configuración, la codificación de sus elementos y, sobre todo, la clara y rigurosa exposición de éstos, es patrimonio fundamental de este director, único realizador del género que ha mostrado la vida militar de forma suficientemente compleja como para huir de la apología o el patrioterismo fácil. Su trilogía sobre la misma (Fort Apache, She wore a yellow ribbon (La legión invencible) y Río Grande) se apoya en una tradición pictórica y popular (el propio título de la segunda película citada alude a una típica canción sureña) y da una visión que fluctúa entre el desencanto por la institución y el apego a los hombres que la integran y sostienen. Hay en la trilogía, y en toda la obra de Ford, una constante puesta en duda de la jerarquía, especialmente en lo que afecta a la imposibilidad de los grados inferiores de influir en las decisiones de los jefes. En Fort Apache esa imposibilidad causará la muerte a varios soldados. Y en Río Grande, el soldado Kirky Yorke (Wayne), se verá obligado a asumir la responsabilidad de una invasión ilegal a territorio mexicano para salvar de la culpa a su superior, el ególatra coronel Sheridan. Más allá de la trilogía, el tema de los desencuentros entre los mandos de la caballería vuelve a aparecer en el enfrentamiento del capitán y el doctor en “The horse soldiers” (Misión de audaces); en la acusación de violación y posterior proceso, ambos sin base, originados por el racismo, de un sargento de color en “Sergeant Rutledge” (Sargento negro) y en la impotencia del capitán Archer para solucionar el problema de los indios que quieren volver a su tierra en “Cheyenne´s autumn” (El ocaso de los Cheyenes).
Los héroes de los westerns de Ford, estoicos, duros, de una sola pieza, enfrentados a la jerarquía, parecen remitirnos a los valores a los que apelaba William Faulkner cuando recibió el premio Nobel de Literatura en 1950: coraje, honor, orgullo, compasión, piedad y sacrificio. Hay mucho del escritor sureño en algunos ambientes de las películas de Ford y en ciertos personajes, por ejemplo en el desequilibrado racista Ethan de “The searchers” (Centauros del desierto), que busca -durante años y desesperadamente, sólo alentado por su odio a los indios- a su sobrina secuestrada cuando era una niña. Luego de encontrarla y devolverla a su casa ya no tiene cabida en la familia y regresa solitario a la llanura inmensa mientras la puerta se dispone a cerrarse tras él, en una de las imágenes más bellas, más conocidas y logradas del cine.
Pero mientras en Faulkner hay rechazo al capitalismo naciente, horror al advenimiento de una sociedad dominada por el dinero, Ford percibe esa nueva sociedad como el progreso. Este aspecto se percibe claramente en “The man who shot Liberty Valance”. El senador Ransom vuelve al pueblo donde forjó su fama para acudir al entierro de su amigo Tom, un vaquero dueño de un pequeño rancho. Pese a que desea pasar desapercibido, su fama por haber matado al malvado Valance hace que un periodista lo persiga hasta lograr entrevistarlo. Entonces decide contar la verdad: él no ha librado al pueblo del forajido, en realidad lo ha hecho Tom. Abrumado ante la fama del personaje, un senador, y el daño que puede inferir, el periodista decide romper la entrevista y mantener también el secreto. El cowboy, el ser errante, indómito, independiente, dueño de la pradera sin fin, debe desaparecer para dar paso a los doctores de la ciudad y sus leyes. Esas leyes, que defendían los derechos de las grandes compañías (sobre todo el ferrocarril) y de los propietarios de tierras y ganado, la moral pública y la patria, dieron lugar a la aparición del alambrado, a la captura de los “vagos y maleantes” y a la leva, convirtiendo a los orgullosos “señores” de la pradera (junto a los indios, sus verdaderos dueños) en peones, soldados, cazadores de recompensas o marginados merecedores de la cárcel o la muerte. Y los periodistas -otra profesión en pleno desarrollo- debían callar y hacerse cómplices. Al fin y al cabo, ellos también formaban parte de los nuevos tiempos.
Más al sur, en la Pampa inmensa, el gaucho sufrió el mismo tipo de proceso de exterminio. Quienes lo liquidaron traían también consigo el “progreso”.
El film, de 1962, último de Ford con Wayne y el que podría considerarse el testamento cinematográfico del director, clausura la etapa más clásica del género. Por esos años comenzaba a decaer el número de films del Oeste y los pocos que se hacían traían fuertes aires renovadores. En ellos la caballería, mito de Ford, empieza a ser desmitificada. Tanto “Blue Sergeant” (Sargento azul), crónica de un ataque a un poblado indio que se convierte en una carnicería, como “Little Big Man”, el relato de uno de los guías del ejército en la batalla de Little Big Horn sobre el más que dudoso estado mental del general Custer, mostraban la existencia de una clara paranoia racista y de poder en la institución. Ambas películas eran plausibles intentos, pero no llegaban a las raíces del problema. Es Sam Peckinpah, en un film de 1965, Major Dundee, quien propone una visión certera y profunda del ejército. El cinismo, la rapiña y la mezquindad hacen de este film, que fue muy mutilado por la productora, la más amarga crónica sobre el real sentido de la intervención militar en el Oeste. La afabilidad que muestra Ford con sus personajes es indignación en Peckinpah. Los antihéroes que propone este último en su film ilustran la verdadera significación de esa intervención contra los pueblos fronterizos supuestamente “liberados”: fue una invasión, un expolio, un acto de colonialismo.
El Oeste de Peckinpah difiere bastante del de John Ford. Ha dejado de ser ese sitio indómito, ese horizonte abierto donde el vaquero cabalga a su antojo y se detiene donde le da la gana porque es bien recibido por la gente de buena voluntad y sólo debe preocuparse por erradicar la maldad para vivir tranquilo mientras espera los nuevos venturosos tiempos de bienestar. Peckinpah, como Faulkner, siente horror ante esos nuevos tiempos que se avecinan. Sus personajes no son héroes de una sola pieza, son gente acorralada que hace lo que puede tratando de sobrevivir. En “The wild bunch” (La pandilla salvaje), el veterano pistolero interpretado por Robert Ryan es chantajeado por los dueños del tren para que persiga a sus viejos compañeros de andanzas con la amenaza de meterlo en la cárcel por largo tiempo, extremo que lo llevaría a una muerte segura. Los miembros de su antigua banda, que todavía sigue en activo, capitaneados por William Holden, ya no son los mismos: han envejecido y sospechan que nunca dejarán esa vida a menos que puedan dar ese golpe que se les ha negado siempre. Esa circunstancia parece presentarse cuando conocen a un general mexicano que combate la revolución y les promete mucho dinero si le consiguen un cargamento de armas de un tren. Todo se tuerce cuando el general descubre que uno de los pistoleros, un mexicano simpatizante de la revolución, le ha robado parte de las armas y decide torturarlo hasta la muerte. El resto de la pandilla duda entre marcharse con el oro y dejar al amigo o resistirse. Al final pueden más la compasión, la amistad y el orgullo y todos mueren en una batalla desigual. En “The ballad of Cable Hogue” (La balada del Oeste), su protagonista es abandonado en el desierto y al encontrar agua decide fundar en el lugar una parada de diligencias. Tras muchas peripecias sale adelante, pero al final muere atropellado por el coche que trae de nuevo a la mujer que ha sido su compañera, convertida ahora en una gran dama con dinero. “Junior Bonner” es un western moderno sobre un vaquero que vuelve a su pueblo para un rodeo. Mientras los demás tratan de adaptarse a los nuevos tiempos, a él sólo le importa mantenerse sobre el caballo el tiempo suficiente, beber en la cantina y amar a una mujer. “Pat Garret and Billy the Kid” cuenta la historia tantas veces repetida de estos dos hombres, pero presentando a Billy the Kid como un hombre fiel a la vida que abrazó y a Pat Garret como el ex-bandolero que decidió venderse y hacerse sheriff.
Peckinpah parece decirnos en sus westerns que la desaparición del cowboy (y del indio) no fue la simple consecuencia de una evolución social (como lo dejaba entrever Ford), sino que se trató de un acto de genocidio y nos da a entender que la sociedad que se avecinaba no significaba una elevación moral, más bien todo lo contrario.
Durante 1964 se estrena “A fistful of dollars” (Por un puñado de dólares) del italiano Sergio Leone. La película encierra varias curiosidades: da inicio al “spaghetti” western (películas de cowboys realizadas por directores italianos), está filmada en España como la mayoría de su género, lanza al estrellato a Clint Eastwood y es copia casi fiel de una película japonesa: “Yojimbo” de Akira Kurosawa. Leone es, desde sus inicios, muy poco considerado por la crítica. Se lo acusa, entre otras cosas de haberse inventado un Oeste particular. Esa crítica negativa olvida que el western clásico tampoco reflejaba la realidad, era otro invento. Quizás no se toleraba que Leone hubiera llevado ese invento al extremo, a la parodia. Su trilogía del “hombre sin nombre”, interpretado siempre por Eastwood, culmina con su film más conocido: “The good, the bad and the ugly” (El bueno, el malo y el feo), que ya desde el título nos advierte de sus personajes estereotipados.
El western de Leone parece discurrir en un onírico territorio sin ley donde la fuerza se impone y la justicia sólo puede venir de la mano de unos vengadores salidos de la nada. Las fuentes de sus historias podrían encontrarse más en las historias medievales y de samurais que en el western clásico. Por eso no es de extrañar que en su primera película copie a Kurosawa.
Durante esa época de renovación la huella del director japonés se hizo muy visible en el cine norteamericano. John Sturges copiaría su película “Los siete samurais” y la convertiría en “The magnificent seven” y Martín Ritt copiaría “Rashomon” haciendo con ella “The outrage”. La relación de ida y vuelta del cine y el arte en general queda explícita en el caso de Sturges: Kurosawa admiraba la forma de hacer cine de este director y citaba entre sus films favoritos “Bad day at Black Rock” (Conspiración de Silencio) -un western moderno en el que un héroe solitario y manco (Spencer Tracy) llegaba a un pueblo perdido de la América profunda a investigar el asesinato de un granjero japonés durante la Segunda Guerra Mundial y se encontraba con terribles secretos escondidos-.
De toda esta mezcla surge uno de los directores más importantes del cine actual: Clint Eastwood. Éste toma elementos de Kurosawa, de Leone y de Don Siegel, quien lo dirigiera en “Dirty Harry” (Harry el sucio), para elaborar dos muy buenos westerns, “The outlaw Josey Wales” y “The pale rider”, y una indiscutida obra maestra, “Unforgiven”. Esta última se acerca al Oeste sin concesiones: el sheriff es un canalla, el valiente pistolero al que persigue el periodista para retratar sus hazañas es un farsante dedicado a asesinar chinos (el tema de los chinos, cinco mil de los cuales murieron construyendo el ferrocarril de costa a costa de los Estados Unidos, tema que le costaría la carrera a Michel Cimino, aparece citado), el protagonista es un antiguo pistolero violento que ha participado en acciones deleznables y todo el entorno humano y físico es pintado con el rigor correspondiente a la época. La gran labor de los actores y la potencia de diálogos e imágenes acercan al film al gran cine de todos los tiempos.
Por encima de las diferencias de concepción, cabe preguntarse por qué es el western un género al que se vuelve y cuál es la razón por la que gusta al espectador. Personalmente pienso que las películas del Oeste sentaron las bases del cine, por lo menos de gran parte del cine. Todas las películas generadas por la novela negra pueden considerarse en clave de western urbano. También, por ejemplo, “Heat”, cuyo enfrentamiento entre Pacino y De Niro da la impresión de ser la continuación del de Cooper y Lancaster en “Veracruz”. Y “Matrix”, donde la acción nos remite a “Yojimbo” y la estética a “El árbol de la horca”. Y “Dirty Harry”, en la que Eastwood da la impresión de ser un Ethan (“The searchers”) moderno. Se podría estar citando ejemplos indefinidamente.
Aparte de génesis, el western es sencillez. Sus personajes son mujeres y hombres simples enfrentados a un medio hostil y a problemas que no consiguen captar demasiado bien por su complejidad. Cuando esos problemas aparecen los enfrentan con coraje, orgullo y sacrificio, aquellos valores de los que hablara Faulkner. Como han hecho siempre la mayoría de las gentes del planeta. Por eso no extraña que en nuestras rutinarias existencias hayamos querido ser, alguna vez, como el Gary Cooper o la Grace Kelly de “High Noon”, el Gregory Peck o la Jean Simmons de “The big country” o la inmensa Joan Crawford de “Johnny Guitar”. De ellas y ellos están hechos nuestros sueños, que siempre vuelven a los horizontes abiertos, a la vida libre. Y, parafraseando a Borges, todos quisiéramos morir en un duelo cara a cara bajo el cielo limpio de algún Oeste.